Como cada
domingo, mi hermana y yo, sentados delante de la tele veíamos a mi madre ir y
venir recogiendo el salón mientras colocaba su falda, repasaba su maquillaje y
se ponía aquellos zapatos de tacón rojo que martilleaban el suelo a ritmo de
marcha militar.
- Cada día sois
más desordenados – bramaba con la absurda idea de que nosotros la escuchábamos.
– A este paso llegaré tarde, como siempre. Cuando se levante vuestro padre le
decís que ponga la olla en el fuego y en cuanto yo venga, comemos.
Cambiamos de
canal y la vimos salir envuelta en aquel perfume que aunque a mí me parecía un
poco fuerte, era incapaz de pensar en ella, estuviese donde estuviese, y no
olerlo.
- Y bajad la
televisión, o vuestro padre se levantará hecho una furia – gritó por último
antes de cerrar la puerta tras ella.
Fue la única
orden que obedecimos. Conocíamos “la furia” de mi padre, en realidad, mi madre
la conocía bastante mejor que nosotros.
Y no nos gustaba ni un pelo.
Mi padre era el
hombre más divertido del mundo. Nos llevaba al parque y jugábamos al futbol los
domingos por la tarde, veíamos la televisión los sábados e incluso alguna vez
nos llevó al cine. Pero con mi madre… Mi hermana decía que eso era el amor,
pero yo no estaba demasiado convencido. El amor tenía que ser otra cosa muy
diferente al desprecio con que la
miraba, la manera en que le exigía las cosas… Sin duda, eso no podía ser amor.
Mi madre se iba
a misa y yo pensaba que quizás aquella hora era la única en que ella descansaba
de mi padre. Aun recordaba temblando el día que sin querer había entrado en su
habitación. La escena se había grabado en mi mente para siempre. Los ojos
aterrados de mi madre, su mirada de súplica. Desde ese día la quise más, y
quizás odié más a mi padre.
- Mamá se ha
dejado el monedero – dijo mi hermana de repente.
Me incorporé de
un salto y arrancándoselo de la mano corrí hacia la puerta.
- Se lo
llevaré, seguro que la pillo antes de que entre en la Iglesia – grité.
Corrí a través
de las calles casi desiertas de un domingo tan temprano. Casi podía escuchar el
tac tac de sus zapatos rojos tras cada esquina martilleando el suelo. Cruzaría
por el Parque de las Gaviotas y así atajaría. Atravesé la arboleda y el canto
de los pájaros fue el único sonido que acompañó mi carrera. De repente frené en
seco al escuchar unas voces. ¿Sería
algún borracho de la noche anterior? Miré la cartera de mi madre en mi mano y
pensé que quizás había sido un error ir por aquel camino. Me oculté tras un
árbol y me asomé entre los arbustos tratando de de ver quien hablaba.
Lo comprendí en
seguida. ¿Cómo podía mi madre soportar la vida que llevaba con mi padre? Ahí
estaba la respuesta, en aquellos brazos que la envolvían y la exploraban de una
manera que me asustó y me maravilló a la vez. En unos besos que la recorrían
entera y en unos ojos que sólo la veían a ella. Sí, aquello sí era amor. La ví
sonreír como nunca antes la había visto y satisfecho me di la vuelta y regresé
a casa.
Cuando mi padre
se levantó y apareció en el salón, en calzoncillos, con los ojos de resaca tan
típicos en él y preguntó:
- ¿Dónde está
vuestra madre?
Satisfecho
contesté:
- En misa papá,
no creo que tarde mucho
Y en mi
interior sentí esa extraña sensación que se siente cuando se sabe que alguien a
quien se ama, es feliz y alguien a quien se odia, no tiene ni idea.
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