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miércoles, 2 de julio de 2014

ZAPATOS

Como cada domingo, mi hermana y yo, sentados delante de la tele veíamos a mi madre ir y venir recogiendo el salón mientras colocaba su falda, repasaba su maquillaje y se ponía aquellos zapatos de tacón rojo que martilleaban el suelo a ritmo de marcha militar.

- Cada día sois más desordenados – bramaba con la absurda idea de que nosotros la escuchábamos. – A este paso llegaré tarde, como siempre. Cuando se levante vuestro padre le decís que ponga la olla en el fuego y en cuanto yo venga, comemos.

Cambiamos de canal y la vimos salir envuelta en aquel perfume que aunque a mí me parecía un poco fuerte, era incapaz de pensar en ella, estuviese donde estuviese, y no olerlo.

- Y bajad la televisión, o vuestro padre se levantará hecho una furia – gritó por último antes de cerrar la puerta tras ella.

Fue la única orden que obedecimos. Conocíamos “la furia” de mi padre, en realidad, mi madre la conocía bastante mejor que nosotros.  Y no nos gustaba ni un pelo.

Mi padre era el hombre más divertido del mundo. Nos llevaba al parque y jugábamos al futbol los domingos por la tarde, veíamos la televisión los sábados e incluso alguna vez nos llevó al cine. Pero con mi madre… Mi hermana decía que eso era el amor, pero yo no estaba demasiado convencido. El amor tenía que ser otra cosa muy diferente  al desprecio con que la miraba, la manera en que le exigía las cosas… Sin duda, eso no podía ser amor.

Mi madre se iba a misa y yo pensaba que quizás aquella hora era la única en que ella descansaba de mi padre. Aun recordaba temblando el día que sin querer había entrado en su habitación. La escena se había grabado en mi mente para siempre. Los ojos aterrados de mi madre, su mirada de súplica. Desde ese día la quise más, y quizás odié más a mi padre.

- Mamá se ha dejado el monedero – dijo mi hermana de repente.

Me incorporé de un salto y arrancándoselo de la mano corrí hacia la puerta.

- Se lo llevaré, seguro que la pillo antes de que entre en la Iglesia – grité.

Corrí a través de las calles casi desiertas de un domingo tan temprano. Casi podía escuchar el tac tac de sus zapatos rojos tras cada esquina martilleando el suelo. Cruzaría por el Parque de las Gaviotas y así atajaría. Atravesé la arboleda y el canto de los pájaros fue el único sonido que acompañó mi carrera. De repente frené en seco al escuchar unas voces.  ¿Sería algún borracho de la noche anterior? Miré la cartera de mi madre en mi mano y pensé que quizás había sido un error ir por aquel camino. Me oculté tras un árbol y me asomé entre los arbustos tratando de de ver quien hablaba.

Lo comprendí en seguida. ¿Cómo podía mi madre soportar la vida que llevaba con mi padre? Ahí estaba la respuesta, en aquellos brazos que la envolvían y la exploraban de una manera que me asustó y me maravilló a la vez. En unos besos que la recorrían entera y en unos ojos que sólo la veían a ella. Sí, aquello sí era amor. La ví sonreír como nunca antes la había visto y satisfecho me di la vuelta y regresé a casa.

Cuando mi padre se levantó y apareció en el salón, en calzoncillos, con los ojos de resaca tan típicos en él y preguntó:

- ¿Dónde está vuestra madre?

Satisfecho contesté:

- En misa papá, no creo que tarde mucho


Y en mi interior sentí esa extraña sensación que se siente cuando se sabe que alguien a quien se ama, es feliz y alguien a quien se odia, no tiene ni idea. 

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