Salió del ascensor y caminó
por el pasillo salpicado de puertas. El carrito parecía chirriar más que nunca
aunque quizás solo fuesen sus nervios. Estaba tan ansioso… Al cruzarse con una
pareja de mediana edad tuvo que obligarse a esconder sus ganas bajo la
apariencia del camarero sombrío y desgarbado que era.
Ya frente a la 212 sacó la
tarjeta y la pasó por la cerradura. Miró a ambos lados constatando que nadie le
veía entrar y empujó el carro delante de él volviendo a cerrar. Olía a rosas.
El sonido del agua en el baño le indicó que ella estaba dentro. No tenía mucho
tiempo, a él le había visto bebiendo en el bar hacía solo unos minutos.
─¿Cariño? ¿Me ayudas a desabrochar los malditos botones?
─dijo ella
mientras salía.
Todo sucedió muy deprisa. Sin darle tiempo a
reaccionar la lanzó sobre la cama y de una bofetada la dejó demasiado
conmocionada para gritar o resistirse. Cortar el organdí con el abre cartas fue
lo más difícil pero a la vez lo más placentero. Sus uñas negras contrastaban
con la blancura del tejido mientras las gotas de sudor que empapaba su cara se
precipitaban contra el escote de la mujer. La tela al rasgarse produjo un sonido
que aún le volvió más loco. Todos aquellos tules, capas y cancanes no
consiguieron evitar que alcanzase su objetivo. ¿Quién podría resistirse a algo
así?.
Salió de la habitación algo mareado y tan
débil que tropezó varias veces. Escudriñó el pasillo y se dirigió a la salida
de emergencia. Lástima que perdiese el trabajo aunque algo le decía que
sucedería tarde o temprano. No encajaba entre tanta finura.
Salió a la luz y no pudo evitar sonreír al
imaginar al novio llegar a la habitación y encontrarse abierto el regalo de
bodas.
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