─¿Y siempre haces lo que dice tu madre? ─me pregunta provocándome mientras enciende
un cigarrillo.
Desgraciadamente sí. Son demasiados años escuchando
sus eternas letanías sobre los peligros de las motos. Yo me creía inmune a
ellas pero obviamente han conseguido penetrarme hasta que mi conciencia ha
quedado doblegada.
─Me muestro renuente a desobedecerla ─replico y me arrepiento de inmediato
de mi rebuscado vocabulario. Él sonríe al darse cuenta y me echa el humo en la
cara mientras se recuesta sobre la máquina despreocupadamente.
Una ligera brisa mece las espigas a
nuestro alrededor y empuja mis cabellos a acariciarme el rostro. Los aparto con
una mano mientras me muerdo el labio inferior y aprovecho el gesto para
observarle. Sus vaqueros ajustados, las gafas de sol, la mano que acaricia la
piel del asiento… La mía se eriza al imaginar el contacto. Le veo mirarse de
reojo en el espejo de la izquierda sintiéndose poderoso.
─Pero no has tenido miedo mientras te traía hasta aquí, ¿verdad? ─vuelve a
preguntarme inclinándose hacia mí. ─¿Lo tienes ahora?
Las pupilas titilan en mis brillantes ojos mientras intento adivinar los
suyos tras los cristales oscuros. Su mano se desliza por mi cintura y sin
apenas darme cuenta me estrello en sus labios que dejan a mi conciencia
desarmada.
Las espigas han dejado de agitarse bajo nuestros cuerpos. Miro mi reflejo
en la plateada carcasa de la moto y pienso en lo equivocada que estaba mi
madre. Las motos no son peligrosas, los motoristas sí. Y justo en ese punto,
concluyo y decido lo que quiero ser de mayor.
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