Quedaba poco tiempo de luz. Tendría
que darse prisa, le aterraba la idea de adentrarse en la ciudad en medio de la
noche. Isabelle nunca había sido muy
valiente y en aquel momento sintió que el miedo le paralizaba el cuerpo. Aun
así no tenía otra salida, de modo que cruzó el puente y atravesó las murallas.
El silencio era insoportable, casi tanto como meses antes lo había sido el
bullicioso mercado. Recordó cómo odiaba los días de mercado. Su padre la
obligaba a correr de un lado a otro ayudando a cargar las pesadas compras de
sus clientes. Ahora todo aquello parecía solo un sueño y su padre nunca
volvería.
En seguida se dio cuenta de
que estaba sola y de que en la ciudad lo único que quedaba era muerte y
desolación. Pequeñas columnas de humo
surgían aquí y allá. Probablemente, los últimos en huir habrían intentado
quemar a los muertos para no dejarlos a merced de las ratas. Ella también
huiría muy pronto. Se alejaría de aquel lugar maldito y comenzaría una nueva
vida.
Era extraño entrar en las
casas de los que antes eran sus vecinos y amigos sabiendo que todos estaban
muertos. Les había visto enfermar y morir uno tras otro y ahora se sentía como
una intrusa. Pero sabía que sus despensas estaban llenas. Los huidos eran muy
pocos y no podían habérselo llevado todo. Usando su raído vestido como saco
improvisado cogió todo lo que pudo. Sabía que era absurdo, pero tenía la
sensación de que en cualquier momento aparecería alguien gritando: “¡Ladrona!”.
Por fin, no pudiendo cargar con nada más volvió a salir al exterior.
El sol pronto se pondría así
que Isabelle apresuró el paso al cruzar la plaza. Al llegar a la altura de la
iglesia levantó los ojos y contempló la torre en la que las campanas hacía días
que estaban mudas. Fue entonces consciente del olor nauseabundo que envolvía a
la ciudad. Ahora que no podía utilizar sus manos para taparse la nariz se le
hizo insoportable seguir respirando aquel aire contaminado.
Cuando llegó al refugio ya
era de noche.
─Has tardado mucho. ¿Queda alguien…? ─quería decir “vivo” pero las palabras no
salieron de sus labios
Ella negó con la cabeza y puso la comida sobre
la cama en la que el chico reposaba
─¿Cómo te encuentras? ─le preguntó mientras
tocaba su frente. ─Ya no tienes fiebre, en cuanto comas un poco y duermas toda
la noche te sentirás mejor. Solo es debilidad. Mañana mismo nos iremos de aquí.
Ambos comenzaron a comer en silencio.
Curiosamente los ruidos de la noche reconfortaron a Isabelle.
─¿Tú crees que este es el fin del mundo del
que hablaba aquel hombre de la plaza? ─preguntó el niño. ─A lo mejor somos los
últimos supervivientes
La chica apartó la comida que había sobrado y
levantando la manta se tumbó junto a su hermano abrazándolo.
─No digas eso. Lejos de aquí encontraremos
muchas ciudades llenas de gente sana y feliz. Ahora duérmete. Nos espera un día
duro.
Isabelle no sabía si aquello era el fin del
mundo, desde luego lo parecía. Y de ser así, ellos dos no serían los últimos
supervivientes, las manchas en su antebrazo no dejaban lugar a dudas. Estrechó
a su hermano con fuerza y esperó a que se quedase dormido. Entonces sacó el
cuchillo que había cogido de una de las despensas y sin pensarlo dos veces
decidió el final para ellos.
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