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miércoles, 2 de julio de 2014

EL GRAN SILENCIO

Quedaba poco tiempo de luz. Tendría que darse prisa, le aterraba la idea de adentrarse en la ciudad en medio de la noche. Isabelle  nunca había sido muy valiente y en aquel momento sintió que el miedo le paralizaba el cuerpo. Aun así no tenía otra salida, de modo que cruzó el puente y atravesó las murallas. El silencio era insoportable, casi tanto como meses antes lo había sido el bullicioso mercado. Recordó cómo odiaba los días de mercado. Su padre la obligaba a correr de un lado a otro ayudando a cargar las pesadas compras de sus clientes. Ahora todo aquello parecía solo un sueño y su padre nunca volvería.
En seguida se dio cuenta de que estaba sola y de que en la ciudad lo único que quedaba era muerte y desolación.  Pequeñas columnas de humo surgían aquí y allá. Probablemente, los últimos en huir habrían intentado quemar a los muertos para no dejarlos a merced de las ratas. Ella también huiría muy pronto. Se alejaría de aquel lugar maldito y comenzaría una nueva vida.
Era extraño entrar en las casas de los que antes eran sus vecinos y amigos sabiendo que todos estaban muertos. Les había visto enfermar y morir uno tras otro y ahora se sentía como una intrusa. Pero sabía que sus despensas estaban llenas. Los huidos eran muy pocos y no podían habérselo llevado todo. Usando su raído vestido como saco improvisado cogió todo lo que pudo. Sabía que era absurdo, pero tenía la sensación de que en cualquier momento aparecería alguien gritando: “¡Ladrona!”. Por fin, no pudiendo cargar con nada más volvió a salir al exterior.
El sol pronto se pondría así que Isabelle apresuró el paso al cruzar la plaza. Al llegar a la altura de la iglesia levantó los ojos y contempló la torre en la que las campanas hacía días que estaban mudas. Fue entonces consciente del olor nauseabundo que envolvía a la ciudad. Ahora que no podía utilizar sus manos para taparse la nariz se le hizo insoportable seguir respirando aquel aire contaminado.
Cuando llegó al refugio ya era de noche.
Has tardado mucho. ¿Queda alguien…? ─quería decir “vivo” pero las palabras no salieron de sus labios
Ella negó con la cabeza y puso la comida sobre la cama en la que el chico reposaba
─¿Cómo te encuentras? ─le preguntó mientras tocaba su frente. ─Ya no tienes fiebre, en cuanto comas un poco y duermas toda la noche te sentirás mejor. Solo es debilidad. Mañana mismo nos iremos de aquí.
Ambos comenzaron a comer en silencio. Curiosamente los ruidos de la noche reconfortaron a Isabelle.
─¿Tú crees que este es el fin del mundo del que hablaba aquel hombre de la plaza? ─preguntó el niño. ─A lo mejor somos los últimos supervivientes
La chica apartó la comida que había sobrado y levantando la manta se tumbó junto a su hermano abrazándolo.
─No digas eso. Lejos de aquí encontraremos muchas ciudades llenas de gente sana y feliz. Ahora duérmete. Nos espera un día duro.

Isabelle no sabía si aquello era el fin del mundo, desde luego lo parecía. Y de ser así, ellos dos no serían los últimos supervivientes, las manchas en su antebrazo no dejaban lugar a dudas. Estrechó a su hermano con fuerza y esperó a que se quedase dormido. Entonces sacó el cuchillo que había cogido de una de las despensas y sin pensarlo dos veces decidió el final para ellos.   

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