Margot era la mujer más guapa de nuestra calle. Vivía
en la última casa, justo en la esquina. De niños, todos sin excepción,
presumíamos de haberle visto las tetas. No era verdad. Las únicas tetas que
habíamos visto eran las de nuestras hermanas, los que las tenían, que yo, ni
eso.
Todos los días antes de ir al colegio repartía los periódicos
con mi bicicleta por el barrio.
−Puñetero crío. ¿Es que nunca vas a echar el periódico
en su sitio? – me gritaba Margot un día sí y otro también.
Claro que no. Yo lanzaba el periódico estratégicamente
para después, antes de alejarme de su casa, ver cómo se inclinaba con aquella
bata corta y casi transparente y verle lo que me parecía el culo pero que puede
que no fuesen más que sus preciosos muslos.
La reconocí en seguida sobre la mesa del quirófano.
Más vieja pero con las mismas curvas provocadoras de antaño. Allí estaban sus
anhelados pechos, ahora pendientes de la pericia de mis enguantadas dedos.
−Hemos hecho lo que hemos podido pero estaba muy
extendido – le expliqué cuando despertó horas después sin apenas atreverme a
levantar los ojos del suelo.
Ella no dijo nada se limitó a mirarme con una extraña
tranquilidad. Sólo cuando cerré la puerta al salir escuché que murmuraba:
−Puñetero crío…
No hay comentarios:
Publicar un comentario