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miércoles, 2 de julio de 2014

EL SACERDOTE

Le llamaban el Sacerdote. Y dicho nombre no se debía ni mucho menos a su carácter piadoso sino a que la última relación con él solía ser la extrema unción. Quizás también se ganó dicho sobrenombre por su curiosa costumbre de vestir de negro o por los funerales que se le atribuían, y no precisamente por oficiarlos.

A pesar de su reprochable ocupación, no era un hombre que se ocultase. Todo lo contrario. Podía vérsele con frecuencia en una vieja tasca en la que se pasaba las horas tomando chatos de vino y jugando a las cartas con quien se atreviese a hacerlo con él. Era hábil, rápido y muy probablemente, también tramposo. Aunque si hacía trampas o no, nadie se había atrevido nunca a discutirlo por temor a terminar agujereado.

- Señor, el asunto de la 5ª está liquidado – dijo el Gordo sudando copiosamente mientras se pasaba un pañuelo sucio por la frente cada dos palabras que pronunciaba.

El Sacerdote bebió un sorbo de Four Roses, botella que nunca faltaba sobre la mesa de su despacho y dio una calada al Lucky Strike insertado entre sus dedos perennemente.

- Espero que lo hayáis dejado todo como siempre – dijo expulsando el humo a trompicones al hablar.

El Gordo sólo asintió. Parecía apunto de reventar de un momento a otro y tiraba del cuello de su camisa con el dedo índice intentando respirar un poco mejor.

- Bien. Buen trabajo Gordo. Ve con tu familia, es Navidad – le despidió.

El otro extendió una mano sudada a modo de saludo y el Sacerdote la estrechó con fuerza. Sus hombres le eran fieles y cumplidores. Por eso de vez en cuando se permitía ciertas licencias como mandarles pronto a casa, invitarles a un trago e incluso llevarse a alguno al burdel del pueblo con él.

Lo de ir al burdel no era por otra cosa más que porque estaba perdidamente enamorado de la Dueña del mismo, una señora con demasiada clase, belleza y educación como para pertenecer a aquel lugar y con la que el diálogo habitual era siempre el mismo:

- Esta noche duermes conmigo – decía él al entrar por la puerta
- Ni esta ni ninguna – replicaba ella sin apenas parpadear.
- Entonces quiero a la mejor
- Yo soy la mejor, pero veré lo que puedo hacer – y a continuación llamaba a alguna de las nuevas.

Hace dos noches sin embargo algo cambió y la Dueña sin mediar palabra con el Sacerdote le condujo hasta su habitación, un auténtico santuario y accedió a sus deseos. Durante horas nadie supo de ellos hasta que al amanecer apareció el cuerpo del hombre cosido a balazos.

Todas las chicas sin excepción juraron que la Dueña estaba con ellas y que no escucharon nada. Nadie logró averiguar la verdad.

En el funeral el Gordo sudaba tanto como lloraba y el auténtico sacerdote del pueblo que conocía al muerto desde que ambos eran niños trató de recordar algo bueno de él, no lo consiguió.

- Dios se apiade de su alma – fue lo único que se le ocurrió decir.

La Dueña no fue al entierro, su presencia nunca era bienvenida. Dicen que se encerró en su santuario a llorar en soledad al amor de su vida aunque tampoco faltaron los rumores que afirmaban que fue ella quien planeó su muerte. A decir verdad, el cierre del burdel, días después y el que alguien comentase haberla visto en la ciudad hecha toda una señora, casi confirmaron las sospechas.

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