Tiene dieciséis años. Nunca
ha sido bonita ni excesivamente graciosa. A veces resulta demasiado tímida y se
ruboriza con facilidad. Cuando se pronuncia su nombre, Julia, es inevitable
sonreír, no sé muy bien por qué.
Cuando la vi por primera vez
en clase, bueno, más bien debería decir, no la vi, por su habilidad para pasar
desapercibida, pensé que sería la típica niña a la que, “le cuesta”. Me equivoqué. Con su habitual
discreción, pudiendo sacar la mejor nota, se quedaba a una distancia
prudencial, la justa para no llamar la atención.
¿Amigos? Los justos, quizás
muy pocos para su edad. A menudo se la ve sola, dibujando en su cuaderno. No se
ha dado cuenta, pero yo sí. He visto a Manuel mirarla de reojo. Creo que le
gusta pero ella no lo sabe y a él probablemente le parece tan inaccesible…
Mientras vigilo cómo hacen el examen me pregunto si algún día encontrará el
valor suficiente para declararse. Lo más a lo que se ha atrevido es a pedirle
ayuda con algún ejercicio que Julia le explica tranquila. Haciéndome cómplice
de ese incipiente amor les he sentado juntos.
Hoy les vi a lo lejos, en el
pasillo. Ella estaba apoyada en el radiador, tiritando, y Manuel a su lado le rozaba la mano
ligeramente sintiéndose, con seguridad, el chico más afortunado de todo el
instituto.
Me da igual lo que digan. La
adolescencia es preciosa de contemplar, en cierto modo, de compartir y siempre
de disfrutar. Y si el futuro del mundo depende de chicos como Julia y Manuel,
quizás si exista una esperanza.
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