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miércoles, 2 de julio de 2014

FOMARE

“La enfermedad, la miseria y el hambre invaden nuestro pueblo. Mi padre es el rey y le detesto”

Sentado frente a la ventana de su habitación, el rostro iluminado por la luz de la luna y el leve titilar de la débil llama de una vela, el joven Roberto volcaba sobre un trozo de papel toda su rabia contra un padre cruel que abusaba de un pueblo indefenso y bondadoso. Debía soportar sus burlas cada noche, cuando aquel grupo de hombres sin escrúpulos venía a cenar al castillo y él terminaba siendo el blanco de todas las miradas, de todas las risas.

Sí, él era débil, sentía compasión por aquellos pobres campesinos que apenas tenían para comer pero que trabajaban de sol a sol para llenar las arcas del rey. Lamentaba que la mitad de las mujeres, doncellas e incluso niñas del reino hubiesen sido violadas por su despiadado padre y sus secuaces y sobre todo, detestaba ver a su madre encerrada bajo llave después de haber perdido la cabeza desde antes de que él tuviese uso de razón. Se le helaba la sangre solamente con pensar en ella allí, sola, abandonada.

- Padre, el pueblo tiene hambre – se le había ocurrido decir una vez creyendo que sus opiniones contarían para algo

Las carcajadas de todos los presentes retumbaron en las paredes del castillo, atravesaron los cristales de las ventanas, salieron a los campos y los recorrieron.

- Este hijo mío nunca será un hombre, nunca comprenderá que nosotros somos los amos y el resto del mundo es, ¿cómo los llamabas tú Rodas? – dijo el padre
- Fomare señor, sólo son fomare – contestó el aludido mirando al pobre chico.

Y todos volvieron a reír. Roberto conocía muy bien aquella palabra. La detestaba. Para él significada desprecio, humillación, maltrato y lágrimas. Sólo era un muchacho cuyo destino estaba escrito. Sin embargo la idea de convertirse algún día en el monstruo que ahora tenía frente a él engullendo carne como un animal y bebiendo hasta estar tan borracho que sería él mismo el que horas después le llevaría a su cuarto, le hacía sentir ganas de vomitar.

Pero no había sido siempre así. Hubo un tiempo en que le admiraba, le idolatraba, le amaba. Cuando él era un niño y juntos salían a montar a caballo. Adoraba escucharle hablar de su reino, sus tierras, su gente. “Todo esto será tuyo algún día”. Y Roberto se sentía orgulloso de aquel hombre poderoso.

Ahora, mientras le arrastraba escaleras arriba, balbuceando palabras sin sentido y apestando a vino, nada de aquel orgullo quedaba ya. Le echó sobre la cama y contempló el despojo de persona que era el gran rey.

Durante dos horas permaneció de pie frente a él incapaz de moverse. Inconscientemente su mano acarició el puñal que llevaba en su cintura y millares de pensamientos cruzaron su mente a la velocidad de la luz. Casi sin darse cuenta la afilada hoja rozó la garganta del rey y con un corte rápido y limpio acabó con su vida.


El nuevo amanecer acarició con sus débiles rayos las almenas del castillo. Los gritos de “¡el rey ha muerto!” despertaron a todos sus ocupantes y llegaron hasta los confines del reino. Nadie preguntó, nadie comentó, nadie expresó la alegría y el alivio que no obstante embargaba a todos.

Los funerales se celebraron el mismo día que la nueva coronación. Los secuaces del rey desaparecieron con él. Cabalgaron más allá de las fronteras para no regresar nunca. El pueblo celebró a su nuevo monarca no sin cierto recelo por ser hijo de quien era. Sólo el tiempo tranquilizaría sus corazones y sus vidas. Aunque su reinado hubiese comenzado con un asesinato, no seguiría los pasos de su padre, sus hijos, algún día, podrían sentirse orgullosos de él.

A veces, no siempre lo que empieza mal, termina mal. A veces, todos podemos tomar las riendas de nuestras vidas y desafiar al destino.

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