Hay errores que
se pagan y errores que no hay dinero con qué pagarlos. Carlos tomó la autopista
660 en lugar de la 610. Se dio cuenta sólo unos cinco kilómetros después y
aunque bien podría haber cogido el siguiente cambio de sentido y haber dado la
vuelta, no lo hizo. Incluso se sintió aliviado al pensar que tendría que pasar
la noche en algún motel de carretera en lugar de llegar a casa a dormir.
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- ¿Cuándo
volverás? – preguntó ella desde la cama.
- Supongo que
en un par de días. Sólo tengo que entregar unas muestras en el laboratorio 5 y
volver. Esta vez no tengo que esperar los resultados – dijo él mientras
terminaba de vestirse y preparaba el maletín. Odiaba aquel trabajo.
- Entonces,
¿para el jueves? – insistió ella.
- Sí, el
jueves. Si me retraso te llamo
Le dio un beso
antes de irse. Sus besos ya no le sabían tan dulces como antes. Quizás porque
ahora sabía que eran compartidos. Claro que ella necesitaba saber qué día
volvería. Les imaginó juntos en aquella, su cama, durante su ausencia y no pudo
soportar la idea.
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Las nueve y
media. Pararía en el siguiente pueblo a dormir. Se caía de sueño. Abrió la
ventanilla y el frío de la noche le despejó. Subió el volumen de la música.
Queen sonó rompiendo el silencio que le envolvía. Cuando volvió la vista a la
carretera se dio cuenta de que se había vuelto a pasar una salida. Sí que
estaba despistado. Vio las luces del pueblo que dejaba atrás. ¿Se volvía o
continuaba? Decidió continuar y poco después tomó una nueva salida y condujo
por una comarcal hasta llegar a la misma plaza de un pequeño pueblo. Estaba
desierto a pesar de no ser demasiado tarde.
Dejó el coche y
bajó con la esperanza de encontrar a alguien a quien preguntar. No fue
necesario, apenas a unos metros vio el cartel de Pensión Juan. Cogió el maletín
y se dirigió a ella después de cerrar el coche.
- Son cincuenta
euros la noche, señor – dijo un hombre poco aseado y menos educado
A Carlos se le
pusieron los ojos cuadrados. Sin duda abusaba de su situación. A saber dónde
estaría el próximo pueblo, y sin duda aquella era la única pensión. Pero vamos,
cincuenta euros por dormir en aquel antro era una atraco a mano armada.
Resignado echó
mano de la cartera. Se quedó pálido al comprobar que no estaba en su bolsillo
habitual. Buscó en los demás, pero nada. ¿Dónde se la habría dejado? Rebuscó en
los bolsillos del pantalón, siempre llevaba algo. Ante todo era precavido. Sacó
unos billetes y unas cuantas monedas.
- Aquí sólo hay
cuarenta y seis euros, señor – volvió a mascullar el hombre.
Como suponía,
aquel tipo no pensaba bajar su precio ni un céntimo. ¿Prefería perder un
cliente?. Estaba claro que sí.
Carlos volvió a
su coche y condujo hacia la salida del pueblo. Tendría que llegar al siguiente.
Maldijo su despiste, al estúpido dueño de la pensión, a la zorra de su mujer, y
a la vida en general. Tan irritado iba que a punto estuvo de atropellar al
chiquillo que de repente se cruzó en la carretera impidiéndole continuar.
Unos segundos
después ambos se dirigían a las afueras del pueblo en el coche.
- El señor Juan
es un ladrón. Cobra lo que quiere a los que pasan por aquí. Para mí y para mi
madre es genial. Mi padre murió y tenemos una granja. Yo le ayudo pero tiene
demasiado trabajo así que ya que nuestra casa es muy grande, a los que el señor
Juan pierde, nosotros ganamos.
Aquel crío era
fantástico. En apenas diez minutos había conseguido que Carlos se olvidase de
todo y riese a carcajadas con sus ocurrencias. Después de todo equivocarse de
autopista, saltarse el pueblo anterior y olvidar la cartera en quién sabía
dónde había sido una bendición.
¿Existen las
casualidades? ¿Es el destino el que guía nuestras vidas por caminos
insospechados? Carlos no tenía ni idea de todo eso, y no le importaba, pero
cuando Ana Lucía apareció en la puerta de la granja sonriente, con las manos
llenas de harina y su hijo saltó del coche a su encuentro, Carlos supo que su
camino había terminado.
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