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miércoles, 2 de julio de 2014

CUARENTA Y SEIS EUROS

Hay errores que se pagan y errores que no hay dinero con qué pagarlos. Carlos tomó la autopista 660 en lugar de la 610. Se dio cuenta sólo unos cinco kilómetros después y aunque bien podría haber cogido el siguiente cambio de sentido y haber dado la vuelta, no lo hizo. Incluso se sintió aliviado al pensar que tendría que pasar la noche en algún motel de carretera en lugar de llegar a casa a dormir.
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- ¿Cuándo volverás? – preguntó ella desde la cama.
- Supongo que en un par de días. Sólo tengo que entregar unas muestras en el laboratorio 5 y volver. Esta vez no tengo que esperar los resultados – dijo él mientras terminaba de vestirse y preparaba el maletín. Odiaba aquel trabajo.
- Entonces, ¿para el jueves? – insistió ella.
- Sí, el jueves. Si me retraso te llamo
Le dio un beso antes de irse. Sus besos ya no le sabían tan dulces como antes. Quizás porque ahora sabía que eran compartidos. Claro que ella necesitaba saber qué día volvería. Les imaginó juntos en aquella, su cama, durante su ausencia y no pudo soportar la idea.
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Las nueve y media. Pararía en el siguiente pueblo a dormir. Se caía de sueño. Abrió la ventanilla y el frío de la noche le despejó. Subió el volumen de la música. Queen sonó rompiendo el silencio que le envolvía. Cuando volvió la vista a la carretera se dio cuenta de que se había vuelto a pasar una salida. Sí que estaba despistado. Vio las luces del pueblo que dejaba atrás. ¿Se volvía o continuaba? Decidió continuar y poco después tomó una nueva salida y condujo por una comarcal hasta llegar a la misma plaza de un pequeño pueblo. Estaba desierto a pesar de no ser demasiado tarde.

Dejó el coche y bajó con la esperanza de encontrar a alguien a quien preguntar. No fue necesario, apenas a unos metros vio el cartel de Pensión Juan. Cogió el maletín y se dirigió a ella después de cerrar el coche.

- Son cincuenta euros la noche, señor – dijo un hombre poco aseado y menos educado

A Carlos se le pusieron los ojos cuadrados. Sin duda abusaba de su situación. A saber dónde estaría el próximo pueblo, y sin duda aquella era la única pensión. Pero vamos, cincuenta euros por dormir en aquel antro era una atraco a mano armada.

Resignado echó mano de la cartera. Se quedó pálido al comprobar que no estaba en su bolsillo habitual. Buscó en los demás, pero nada. ¿Dónde se la habría dejado? Rebuscó en los bolsillos del pantalón, siempre llevaba algo. Ante todo era precavido. Sacó unos billetes y unas cuantas monedas.

- Aquí sólo hay cuarenta y seis euros, señor – volvió a mascullar el hombre.

Como suponía, aquel tipo no pensaba bajar su precio ni un céntimo. ¿Prefería perder un cliente?. Estaba claro que sí.

Carlos volvió a su coche y condujo hacia la salida del pueblo. Tendría que llegar al siguiente. Maldijo su despiste, al estúpido dueño de la pensión, a la zorra de su mujer, y a la vida en general. Tan irritado iba que a punto estuvo de atropellar al chiquillo que de repente se cruzó en la carretera impidiéndole continuar.

Unos segundos después ambos se dirigían a las afueras del pueblo en el coche.

- El señor Juan es un ladrón. Cobra lo que quiere a los que pasan por aquí. Para mí y para mi madre es genial. Mi padre murió y tenemos una granja. Yo le ayudo pero tiene demasiado trabajo así que ya que nuestra casa es muy grande, a los que el señor Juan pierde, nosotros ganamos.

Aquel crío era fantástico. En apenas diez minutos había conseguido que Carlos se olvidase de todo y riese a carcajadas con sus ocurrencias. Después de todo equivocarse de autopista, saltarse el pueblo anterior y olvidar la cartera en quién sabía dónde había sido una bendición.


¿Existen las casualidades? ¿Es el destino el que guía nuestras vidas por caminos insospechados? Carlos no tenía ni idea de todo eso, y no le importaba, pero cuando Ana Lucía apareció en la puerta de la granja sonriente, con las manos llenas de harina y su hijo saltó del coche a su encuentro, Carlos supo que su camino había terminado. 

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