Los chicos del
barrio de Carlos no eran malos chicos. Es decir, se pasaban los días en la
calle, no estudiaban, no trabajaban y de todos era sabido que se dedicaban al
trapicheo. Aun así, si cualquiera hubiese preguntado a los vecinos de aquel
barrio marginal, le hubiese contestado lo mismo, “son buenos chicos”. Y para
Carlos, no sólo eran eso, eran como su propia familia. Habría dado la vida por
todos ellos, incluso por el peor. Y sabía que todos y cada uno de ellos,
pensaba lo mismo. Eran una piña. Se tapaban y cubrían pasase lo que pasase. Más
de una noche Carlos mismo había dormido con alguno de ellos bajo el puente
viejo de la autopista después de haber recibido otra paliza más de su padre.
Todos tenían tristes historias que contar, pero no lo hacían. Seguían adelante pese a todo porque contar unos con otros era suficiente.
- Carlos, hemos quedado mañana para ir a matar ranas – le dijo aquella tarde Luis cuando se encontraron en la plaza para fumar un rato antes de volver a casa.
Quizás pareciera una tontería, pero irse al embalse a matar ranas a pedradas era la mayor diversión por aquel entonces. Se sentaban en la orilla y la ira contenida de sus terribles vidas lanzaba aquellas piedras contra los inocentes anfibios que saltaban como locos en el agua bajo la lluvia de meteoritos.
Pero nada permanece para siempre y la vida aunque uno no quiera un día comienza a cambiar y a arrastrarte sin remedio a otras aguas, a veces más cálidas, a veces más frías. Carlos había encontrado un trabajo en la ciudad. Aún no se lo había dicho a sus amigos, no sabía cómo hacerlo. Su hermano mayor vivía allí hacía dos años y era él quien le había enchufado en su taller.
- Te prometo que te sacaré de aquí, que no te dejaré mucho tiempo con él – le había prometido al marcharse.
“El” era su padrastro. Vivía con ellos desde hacía cinco años, poco después de que su padre se marchase. A su madre no le importaba nada salvo que siempre hubiese una botella llena en la casa.
Carlos había creído a su hermano y ahora por fin, cumplía su promesa. La idea de separarse de sus amigos le aterraba. No era nadie sin ellos. Sin embargo sabía que aquella era su única oportunidad para salir de una vida que no le ofrecía nada.
- ¡Hijo de puta! – masculló entre dientes Luis a su lado mientras lanzaba una piedra con toda su furia al agua. Carlos le miró de reojo y vio sus ojos brillar. Nunca hablaban, nunca lloraban, luchaban como podían, cada uno con lo suyo. Pero Carlos sabía qué era lo de su amigo. También él compartía su vida con un padrastro aunque este no se limitaba a usar su cinturón de vez en cuando. Todo el mundo lo sabía en el barrio pero nadie hacía nada. Nunca nadie hacía nada allí.
Aquella fue la última vez que fueron al embalse de las ranas. A la mañana siguiente Luis apareció colgado del único árbol que había junto al agua, aquel bajo el que se tumbaban a fumar las noches de verano en las que imaginaban que todos estaban muy lejos de aquel barrio y que eran felices.
……..
- Señor, ¿no están las ancas de rana a su gusto? Son la especialidad de la casa – dijo el camarero a un Carlos de traje y corbata acompañado de una hermosa joven morena que le miraba extrañada.
- Oh, disculpe la molestia. ¿No le importaría traerme cualquier otra cosa? No soporto las ancas de rana – contestó él amablemente y sonrió a su esposa mientras apretaba suavemente su mano sobre el mantel.
A veces un aroma, una canción o un simple plato de comida nos devuelven a un pasado que creíamos olvidado y enterrado y que sale a la superficie con la misma facilidad que un balón sumergido bajo el agua por un niño pequeño.
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