Datos personales

miércoles, 2 de julio de 2014

MUERTE ENTRE LAS FLORES

La trémula noche escapaba entre los recovecos del lejano bosque mientras un tímido sol de noviembre apenas se atrevía a colarse por la espesa arboleda de las montañas. Una ligera escarcha cubría los campos de un manto blanquecino y luminiscente al que poco a poco irían ganando terreno las pocas flores que quedaban ya víctimas del inminente frío invernal.

Las calles aún desiertas amanecían envueltas por la ligera neblina de las chimeneas recién encendidas de una ciudad perdida en mitad de ninguna parte y demasiado pequeña como para no conservar todavía el olor al antiguo pueblo que un día fue.

En mitad de aquella desangelada mañana en la que ni los perros callejeros salían de sus escondites, un hombre caminaba cabizbajo. Su rostro de nariz aguileña, ojos pequeños y labios apretados permanecía prácticamente oculto por un sombrero oscuro calado hasta las cejas, espesas y ceñudas. Un abrigo negro le cubría desde los anchos hombros encorvados hasta los pies. Diríase que huía ya que cada cierto tiempo su cabeza giraba levemente por encima de su hombro derecho como si sospechase que le seguían. De repente en una encrucijada de dos calles cualesquiera se detuvo indeciso. ¿Debía continuar hacia delante, darse la vuelta, girar a la derecha o girar a la izquierda? Pareció dudar unos segundos pero finalmente cruzó la calle y entró directamente en una sucia taberna que a juzgar por lo desierta que se hallaba, acababa de abrir.

- ¿Qué le sirvo? – preguntó el camarero muy amablemente para las intempestivas horas que eran.

- Whisky. Doble. Sin hielo – dijo el hombre sentándose en una mesa del rincón más apartado.

Mientras esperaba la copa sacó un paquete de cigarrillos de un bolsillo. Al hacerlo, junto la cajetilla cayeron unos cuantos pétalos al suelo. Con manos temblorosas encendió uno y dio una larga calada. El resplandor del pitillo iluminó durante unos segundos su rostro, aún oculto bajo su sombrero. Después de fumar se sintió mejor. Miró por la ventana y trató de encontrar algo dentro de él. Quizás un poco de miedo, tristeza o remordimiento. Pero no halló nada. El temblor que le invadía era frío, sólo eso, un frío inmenso que le devoraba de fuera a dentro y que sólo unas copas, con un poco de suerte, conseguirían atenuar.

“Despertar a tu lado cada mañana es lo único que me permite continuar respirando“. Seguía escuchando sus palabras, como un eco recurrente que le martilleaba el cerebro una y otra vez. No volvería a escucharlas, al menos no lo haría fuera de su cabeza. Y eso probablemente el alcohol también lo aliviaría. Mientras tragaba el líquido y sentía cómo le ardía el estómago cerró los ojos y la imagen volvió a aparecerse frente a él nítida y perenne. Se miró las manos. Aquellas grandes manos que a ella tanto le gustaban, que tantas veces habían recorrido su cuerpo. Esa noche lo habían hecho por última vez. Pero esa vez ella no había reído por sus cosquillas ni gemido de placer. Sus manos habían ido ascendiendo hasta su cuello y allí se habían detenido.

- Este era tu lugar preferido. ¿Ya no lo recuerdas? Desnudos entre las flores decías – le susurró él mientras posaba su cuerpo sobre el de ella y sus manos sobre su cuello, acariciando, masajeando, apretando, destrozando. Cuando ella dejó de temblar y agitarse el hombre sintió un extraño e inesperado placer.
Cogió otro vaso y se dio cuenta de que aún le temblaban las manos. ¿Por qué? Había hecho lo que debía. Si no era suyo no podía serlo de nadie. Volvió a beber y la cabeza se le fue despejando cada vez más.

A media mañana, cuando la vida comenzaba a invadir la ciudad y los extraños pasaban a su lado, ignorantes de que compartían el aire que respiraban con un asesino, el hombre cabizbajo siguió su camino sin pena, sin culpa y sin castigo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario