Respiré hondo mientras golpeaba suavemente la puerta
de la casa de mis suegros. Deseaba con todo mi corazón que no estuvieran,
aunque era absurdo porque nos habían invitado a cenar. El nudo de mi estómago
me hacía sentir nauseas con la mera idea de ingerir cualquier alimento. Roberto
apretó con fuerza la mano que me tenía cogida, y el nudo de mi estómago se
aflojó un poco.
- Tranquila, irá bien, ya lo verás – me dijo sonriendo aparentemente tranquilo.
Roberto nunca se pone nervioso. Quizás sea por su formación militar o simplemente porque él es así. El caso es que pase lo que pase y vengan de donde vengan las tormentas, él siempre mantiene el tipo.
Pero esta vez se había equivocado. No fue bien, nada bien.
- ¿Cómo puedes hacerle esto a tu madre? – le reprochó su padre cuando ella huyó a la cocina hecha un mar de lágrimas y sin haber dicho una sola palabra.
El hombre salió tras ella y Roberto y yo nos quedamos sentados en el salón más frío del mundo sin poder mirarnos a los ojos.
- Yo creo que no fue tan mal – dijo él al fin
Quise sonreír pero mis músculos no opinaron lo mismo y lo más que pude fue tragar saliva y desear con todas mis fuerzas que la cena pasase lo más rápidamente posible para volver a mi cálido hogar.
Los platos se fueron sirviendo calientes en medio de un silencio glaciar y yo empecé a comer para evitar una conversación inexistente y unas miradas cargadas de odio, dolor y reproche a partes iguales.
- ¿Y a ti no te importa que tu marido se vaya seis meses a Sarajevo? – me preguntó de repente la mujer haciendo que el último langostino se me quedase incrustado en la garganta.
Traté de responder pero su mirada me hizo comprender que no era necesario, que ella obviamente tenía la respuesta. ¿Qué podía saber yo? ¿Yo, que era incapaz de darle nietos? ¿Qué podía entender yo del dolor de una madre?
Bajé la cabeza y permanecí en silencio apretando los cubiertos en mis manos e implorando nuevamente que todo aquello pasase de una vez.
Comí más que nunca. Supongo que necesitaba llenar de alguna manera el vacío que se estaba creando en torno a los cuatro. Entremeses fríos, entremeses calientes, la deliciosa sopa de marisco (una cosa era una cosa y otra cosa era otra cosa, y aquella mujer cocinaba como nadie), el entrecot y aquella tarta de chocolate imposible de resistir.
- Te has puesto morada – me dijo Roberto metiendo la mano por debajo de mi camiseta cuando horas después me arrebujaba a su lado bajo las sábanas.
- No vuelvas a hacerme esto, bastante me odian ya tus padres como para que ahora también piensen que no me importa que te vayas - le dije reaccionando a sus caricias.
- Yo ya sé que te importa, y me da igual lo que ellos piensen. Siento haberte hecho pasarlo tan mal. Son mi familia, a pesar de todo.
Afortunadamente para las próximas navidades, al menos, no tendría que volver a cenar con ellos. Aunque eso sí, me iba a perder sus deliciosos platos. En fin, todo no se puede tener.
- Tranquila, irá bien, ya lo verás – me dijo sonriendo aparentemente tranquilo.
Roberto nunca se pone nervioso. Quizás sea por su formación militar o simplemente porque él es así. El caso es que pase lo que pase y vengan de donde vengan las tormentas, él siempre mantiene el tipo.
Pero esta vez se había equivocado. No fue bien, nada bien.
- ¿Cómo puedes hacerle esto a tu madre? – le reprochó su padre cuando ella huyó a la cocina hecha un mar de lágrimas y sin haber dicho una sola palabra.
El hombre salió tras ella y Roberto y yo nos quedamos sentados en el salón más frío del mundo sin poder mirarnos a los ojos.
- Yo creo que no fue tan mal – dijo él al fin
Quise sonreír pero mis músculos no opinaron lo mismo y lo más que pude fue tragar saliva y desear con todas mis fuerzas que la cena pasase lo más rápidamente posible para volver a mi cálido hogar.
Los platos se fueron sirviendo calientes en medio de un silencio glaciar y yo empecé a comer para evitar una conversación inexistente y unas miradas cargadas de odio, dolor y reproche a partes iguales.
- ¿Y a ti no te importa que tu marido se vaya seis meses a Sarajevo? – me preguntó de repente la mujer haciendo que el último langostino se me quedase incrustado en la garganta.
Traté de responder pero su mirada me hizo comprender que no era necesario, que ella obviamente tenía la respuesta. ¿Qué podía saber yo? ¿Yo, que era incapaz de darle nietos? ¿Qué podía entender yo del dolor de una madre?
Bajé la cabeza y permanecí en silencio apretando los cubiertos en mis manos e implorando nuevamente que todo aquello pasase de una vez.
Comí más que nunca. Supongo que necesitaba llenar de alguna manera el vacío que se estaba creando en torno a los cuatro. Entremeses fríos, entremeses calientes, la deliciosa sopa de marisco (una cosa era una cosa y otra cosa era otra cosa, y aquella mujer cocinaba como nadie), el entrecot y aquella tarta de chocolate imposible de resistir.
- Te has puesto morada – me dijo Roberto metiendo la mano por debajo de mi camiseta cuando horas después me arrebujaba a su lado bajo las sábanas.
- No vuelvas a hacerme esto, bastante me odian ya tus padres como para que ahora también piensen que no me importa que te vayas - le dije reaccionando a sus caricias.
- Yo ya sé que te importa, y me da igual lo que ellos piensen. Siento haberte hecho pasarlo tan mal. Son mi familia, a pesar de todo.
Afortunadamente para las próximas navidades, al menos, no tendría que volver a cenar con ellos. Aunque eso sí, me iba a perder sus deliciosos platos. En fin, todo no se puede tener.
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