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miércoles, 2 de julio de 2014

LA MADRINA

Alguien recogió mi cuerpo y con innecesario cuidado lo depositó en la arena. Después de unos segundos en que le resultó imposible apartar la vista de él retiró los mojados cabellos de mi rostro y cerró mis ojos. Por último, lo cubrió con un abrigo y llamó a la policía.

(…)

- Esta niña será un caos – sentenció mi madrina el día que nací.

Y con esa sencilla frase mi madre la expulsó de mi casa y de mi vida. Todo el mundo pensaba que la tía Clara estaba un poco loca y aunque sus extravagancias eran soportadas con paciencia y cierta sorna mi madre no iba a consentir que tuviese ninguna influencia en mi vida.

Del primer colegio me expulsaron por subirme a uno de los árboles del patio y tirar toda mi ropa desde allí en protesta por el maltrato a las ranas del laboratorio. Tenía ocho años y mi madre se presentó de inmediato, me agarró de la coleta y me metió en un internado donde según ella “me enderezarían”.

Lo hicieron. En cuatro años pegué el estirón y mi cuerpo empezó a perturbar la paz de los alumnos. Las noches de luna llena escapaba por una ventana y me iba a la playa donde abandonaba mi ropa en la arena (siempre me ha estorbado la ropa) y me zambullía entre las olas que bajo la blanca luz nocturna resplandecían envolviendo mi cuerpo y uniéndolo al mar.

Era un internado bastante caro de modo que pasase lo que pasase los alumnos eran retenidos en él hasta lo insoportable. Al director dejó de importarle que yo desapareciese durante días porque siempre volvía tranquila y continuaba estudiando como si no hubiese pasado nada.

Esos días yo subía a las cuevas del acantilado con una bolsa de manzanas como único equipaje y me sentaba en las rocas. Dejaba que el viento alborotase mi pelo mientras escribía sinsentidos en servilletas de papel que amontaba a un lado y veía como se elevaban una a una, sopladas por la brisa marina y arrastradas hasta el mar. Deseaba ser una de ellas. No me sentía parte de nada. Ni mis compañeros, ni los estudios ni mi familia me interesaban lo suficiente como para pertenecer a ellos.

Un día paseando por el mercado del pueblo cerca del que estaba el internado me fijé en una extraña mujer. Caminaba entre los puestos y entre la gente pero no era parte de ellos. Ella también me vio y sonrió. Supe de inmediato quien era y por primera vez en mi vida, me sentí parte de algo.

- Lástima que nos encontramos para despedirnos – dijo sencillamente abrazándome como nadie antes lo había hecho.

Y seguí siendo un caos. Continué deshojando margaritas, exaltando espíritus adolescentes, confundiendo a profesores y perdiéndome entre las olas.

Una noche en que el mar prometía devorar todo lo que se le acercase. Mi ropa se elevó por encima de mi cabeza antes de que la depositase en la arena. Mis pies caminaron hasta la orilla y el agua los lamió ansiosa. Esa noche olvidé salir de su seno para llegar a tiempo a la primera clase y el amanecer me sorprendió abrazada a la muerte.

Mi madrina fue testigo de mi funeral desde lo alto de las rocas. Mi madre siempre le hizo responsable aunque ni siquiera supo que nos habíamos conocido. Puede que ese fuese su error, no permitir que quien mejor me conocía, me guiase. O quizás las cosas que tienen que suceder, simplemente, suceden.

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