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miércoles, 2 de julio de 2014

OJOS DE AGUA

¿Por qué cuando entraba en una sala, todas las miradas se volvían hacia ella? ¿Y por qué al marcharse era como si se llevase parte del oxígeno dejándonos a todos sin aliento? Jamás lo sabré. Ana no era guapa, ni tenía una gran figura. Sin embargo sus ojos… Sí, creo que era en ellos donde residía toda la magia que la envolvía. Nada turbio se reflejaba  en ellos. Mirarlos era perderse en el alma insondable y pura que era toda ella.
La mitad de los hombres de la ciudad estaban enamorados de Ana. La otra mitad, sencillamente la deseábamos como un sueño imposible. Y de entre todos ellos, y como si se tratase de una broma del destino, me escogió a mí.

Sentado en la terraza de aquel café, mi chaqueta de tweed y mi libro-escudo me aislaban de cualquier humano en varios metros a la redonda. Excepto del que dirigiéndose a mí, me atrapó. Compartimos un croissant y ya no pude escapar de sus ojos de agua.

Y AL FINAL EL SILENCIO

Quería explicarle muchas cosas. Sí, había ido hasta allí a decírselo todo de una vez. Pero ahora se encontraba como siempre, en el viaje intermedio entre la realidad y la niebla con olor a hierba que aturdía sus sentidos y enmudecía su torpe lengua. Cogió la cerveza y echó otro largo sorbo que sólo logró amargarle más el aliento y la sangre. Ella le pasó apenas una colilla y sus dedos se rozaron al hacer la cesión. En el papel oscurecido vio la marca del carmín rojo que colocó sobre sus labios haciendo que coincidieran con ella. Aspiró profundamente. Aquel gesto sería lo más cerca que estaría de ellos.
He conocido a alguien – musitó ella pronunciando las malditas y siempre temidas palabras.

“Te amo”, calló él cerrando de nuevo los ojos y pasando la lengua sobre sus labios para sentir los restos de aquel beso irreal.

LA NOCHE SIN LAMENTOS

Todo lo no dicho, y lo no pensado,
lo que nunca hice y jamás soñé
Marcaron mi pasado y escribieron un futuro ignoto
Cuando las preguntas dejen de importar
y la oscuridad se rasgue en mil pedazos,
los malditos y benditos mezclarán sus alientos
ni mentiras ni verdades sentenciarán la vida.
Porque ha de llegar el día de los justos,
la noche sin lamentos
Porque ha de existir un centro,
un punto de gravedad cero

en el que encontrarse, para siempre.

MARGOT

Margot era la mujer más guapa de nuestra calle. Vivía en la última casa, justo en la esquina. De niños, todos sin excepción, presumíamos de haberle visto las tetas. No era verdad. Las únicas tetas que habíamos visto eran las de nuestras hermanas, los que las tenían, que yo, ni eso.
Todos los días antes de ir al colegio repartía los periódicos con mi bicicleta por el barrio.
−Puñetero crío. ¿Es que nunca vas a echar el periódico en su sitio? – me gritaba Margot un día sí y otro también.
Claro que no. Yo lanzaba el periódico estratégicamente para después, antes de alejarme de su casa, ver cómo se inclinaba con aquella bata corta y casi transparente y verle lo que me parecía el culo pero que puede que no fuesen más que sus preciosos muslos.

La reconocí en seguida sobre la mesa del quirófano. Más vieja pero con las mismas curvas provocadoras de antaño. Allí estaban sus anhelados pechos, ahora pendientes de la pericia de mis enguantadas dedos.
−Hemos hecho lo que hemos podido pero estaba muy extendido – le expliqué cuando despertó horas después sin apenas atreverme a levantar los ojos del suelo.
Ella no dijo nada se limitó a mirarme con una extraña tranquilidad. Sólo cuando cerré la puerta al salir escuché que murmuraba:

−Puñetero crío…

BALAS EN LA RECÁMARA


Llevaba casi media hora siguiéndole por las calles de la ciudad. A pesar de que había poca gente él no parecía haberse percatado de su presencia y caminaba embutido en su abrigo negro, mirando al suelo con el sombrero calado tratando de protegerle de la ligera lluvia que comenzaba a caer. Ella avanzaba unos metros por detrás. La cazadora de cuero rojo no era suficiente para evitar que el frío atravesase el vestido mínimo que la cubría y los zapatos de tacón empezaban a hacerle daño. Apretó el arma dentro del bolsillo y trató de que sus pasos fuesen más silenciosos.
Por fin el hombre se decidió a entrar en un bar con unas inconfundibles luces de neón sobre la puerta y la mujer entró apenas unos minutos después. Varias cabezas se giraron cuando lo hizo y eso la estremeció. Rápidamente le localizó al final de la barra con un vaso en la mano. Se había quitado el sombrero pero seguía con el abrigo puesto. Se dirigió hacia él con decisión y apoyando los codos en la barra preguntó:
¿Qué bebes? ¿Puedo acompañarte?
El la miró con indiferencia exhalando el humo de un cigarrillo recién encendido por la nariz.
─Ballantines
La extraña le quitó el cigarrillo de entre los dedos y lo puso en sus labios aspirando profundamente. Cuando se lo devolvió, una marca roja se dibujaba en el papel.
El camarero le trajo su copa después de ver el gesto del hombre indicándole que le pusiese lo mismo y al hacerlo no pudo evitar que sus ojos se dirigiesen al escote de la mujer. Seguramente pensó que aquel tío era muy afortunado. Ambos bebieron mientras ella se sentaba en un taburete y abría las piernas en dirección hacia él.
─Te mandan ellos, ¿verdad? En cierto sentido me siento aliviado. Casi me alegro de que por fin termine todo. ¿Cómo lo harás?
La mujer llevó la mano al bolsillo y rozó el arma.
─Nunca pensé que sería una mujer. No me entiendas mal. Una mujer puede ser tan buen asesino profesional como un hombre pero he de admitir que me siento algo dolido. ¿Es una magnum 44? –preguntó de repente, como si aquella información fuese muy importante
Ella asintió y bebió otro trago de whisky. De nuevo le quitó el cigarrillo y lo apuró aplastando después la colilla en el cenicero.
Deberíamos irnos ya. Confío en que no me crearás complicaciones –le dijo  apurando su bebida
El hombre suspiró e hizo lo mismo. Ojalá hubiese estado borracho. Pagando la cuenta se puso el sombrero y se dirigió hacia la puerta seguido muy de cerca por ella. Varias miradas envidiosas les vieron dejar el bar imaginando la siguiente escena.
─Ve hacia el callejón de la izquierda –dijo ella sacando por fin el arma del bolsillo y clavándoselo en los riñones
El hombre obedeció resignado. Una vez en la oscuridad ella le empujó contra la pared haciendo que diese con la espalda en ella. Después puso el cañón sobre su sien y acercándose más rozó su boca con los labios para posteriormente besarle apasionadamente. Por fin, con la mano izquierda comenzó a desabrochar el cinturón de su pantalón…

─Me ha encantado tu disfraz. ¿De dónde has sacado ese vestido tan sexy? –dijo el hombre apoyado sobre el codo y apartando las sábanas que cubrían el cuerpo de la mujer
─El toque del sombrero tampoco ha estado mal. Me costó no lanzarme en tus brazos cuando te seguía por las calles –contestó ella
Ambos se rieron y rodaron por la cama hasta que el hombre quedó sobre ella
─Era de mi abuelo. He pensado que la semana que viene podríamos ser dos extraños en un tren. ¿Qué te parece?

─Creo que Hitchcock se merece un homenaje. Y ahora, ¿te quedan balas en la recámara?

LA ALDEA


MALDITOS


PODEROSAS RAZONES


POR UNOS HUEVOS FRITOS


CONDUCTOR DE PRIMERA

Salió derrapando de la guardería, metió quinta y Cum laude culminó Derecho. En tres rotondas perdió sendos amores y sin tocar el freno se hizo socio del mejor bufete. Un cambio de rasante le proporcionó la suerte en Bolsa y con ella la mejor casa de la ciudad. Le aconsejaron un área de descanso donde reponer su corazón pero antes de llegar a la interestatal cuarenta, un stop zanjó la carrera de su vida
Este rey no tiene palacio pero se sienta sobre la cabeza de su reina a modo de trono y desde allí domina su imperio. Esta mañana el cetro se le fue de las manos y se quedó sin sitial. Es lo que tiene ser rey

Una gran señal apareció en el Cielo. La gente acudió a poner en orden sus asuntos. Se pidieron perdones, se confesaron amores y durante unos días la paz inundó el mundo. Luego la señal se fue y la gente volvió a olvidar

EL GRAN SILENCIO

Quedaba poco tiempo de luz. Tendría que darse prisa, le aterraba la idea de adentrarse en la ciudad en medio de la noche. Isabelle  nunca había sido muy valiente y en aquel momento sintió que el miedo le paralizaba el cuerpo. Aun así no tenía otra salida, de modo que cruzó el puente y atravesó las murallas. El silencio era insoportable, casi tanto como meses antes lo había sido el bullicioso mercado. Recordó cómo odiaba los días de mercado. Su padre la obligaba a correr de un lado a otro ayudando a cargar las pesadas compras de sus clientes. Ahora todo aquello parecía solo un sueño y su padre nunca volvería.
En seguida se dio cuenta de que estaba sola y de que en la ciudad lo único que quedaba era muerte y desolación.  Pequeñas columnas de humo surgían aquí y allá. Probablemente, los últimos en huir habrían intentado quemar a los muertos para no dejarlos a merced de las ratas. Ella también huiría muy pronto. Se alejaría de aquel lugar maldito y comenzaría una nueva vida.
Era extraño entrar en las casas de los que antes eran sus vecinos y amigos sabiendo que todos estaban muertos. Les había visto enfermar y morir uno tras otro y ahora se sentía como una intrusa. Pero sabía que sus despensas estaban llenas. Los huidos eran muy pocos y no podían habérselo llevado todo. Usando su raído vestido como saco improvisado cogió todo lo que pudo. Sabía que era absurdo, pero tenía la sensación de que en cualquier momento aparecería alguien gritando: “¡Ladrona!”. Por fin, no pudiendo cargar con nada más volvió a salir al exterior.
El sol pronto se pondría así que Isabelle apresuró el paso al cruzar la plaza. Al llegar a la altura de la iglesia levantó los ojos y contempló la torre en la que las campanas hacía días que estaban mudas. Fue entonces consciente del olor nauseabundo que envolvía a la ciudad. Ahora que no podía utilizar sus manos para taparse la nariz se le hizo insoportable seguir respirando aquel aire contaminado.
Cuando llegó al refugio ya era de noche.
Has tardado mucho. ¿Queda alguien…? ─quería decir “vivo” pero las palabras no salieron de sus labios
Ella negó con la cabeza y puso la comida sobre la cama en la que el chico reposaba
─¿Cómo te encuentras? ─le preguntó mientras tocaba su frente. ─Ya no tienes fiebre, en cuanto comas un poco y duermas toda la noche te sentirás mejor. Solo es debilidad. Mañana mismo nos iremos de aquí.
Ambos comenzaron a comer en silencio. Curiosamente los ruidos de la noche reconfortaron a Isabelle.
─¿Tú crees que este es el fin del mundo del que hablaba aquel hombre de la plaza? ─preguntó el niño. ─A lo mejor somos los últimos supervivientes
La chica apartó la comida que había sobrado y levantando la manta se tumbó junto a su hermano abrazándolo.
─No digas eso. Lejos de aquí encontraremos muchas ciudades llenas de gente sana y feliz. Ahora duérmete. Nos espera un día duro.

Isabelle no sabía si aquello era el fin del mundo, desde luego lo parecía. Y de ser así, ellos dos no serían los últimos supervivientes, las manchas en su antebrazo no dejaban lugar a dudas. Estrechó a su hermano con fuerza y esperó a que se quedase dormido. Entonces sacó el cuchillo que había cogido de una de las despensas y sin pensarlo dos veces decidió el final para ellos.   

JULIA

Tiene dieciséis años. Nunca ha sido bonita ni excesivamente graciosa. A veces resulta demasiado tímida y se ruboriza con facilidad. Cuando se pronuncia su nombre, Julia, es inevitable sonreír, no sé muy bien por qué.
Cuando la vi por primera vez en clase, bueno, más bien debería decir, no la vi, por su habilidad para pasar desapercibida, pensé que sería la típica niña a la que,  “le cuesta”. Me equivoqué. Con su habitual discreción, pudiendo sacar la mejor nota, se quedaba a una distancia prudencial, la justa para no llamar la atención.
¿Amigos? Los justos, quizás muy pocos para su edad. A menudo se la ve sola, dibujando en su cuaderno. No se ha dado cuenta, pero yo sí. He visto a Manuel mirarla de reojo. Creo que le gusta pero ella no lo sabe y a él probablemente le parece tan inaccesible… Mientras vigilo cómo hacen el examen me pregunto si algún día encontrará el valor suficiente para declararse. Lo más a lo que se ha atrevido es a pedirle ayuda con algún ejercicio que Julia le explica tranquila. Haciéndome cómplice de ese incipiente amor les he sentado juntos.
Hoy les vi a lo lejos, en el pasillo. Ella estaba apoyada en el radiador, tiritando,  y Manuel a su lado le rozaba la mano ligeramente sintiéndose, con seguridad, el chico más afortunado de todo el instituto.

Me da igual lo que digan. La adolescencia es preciosa de contemplar, en cierto modo, de compartir y siempre de disfrutar. Y si el futuro del mundo depende de chicos como Julia y Manuel, quizás si exista una esperanza.

LA NINFA TRISTE

Aquel chico la observaba. Acababan de pasar la estación de Sol y el vagón se había quedado medio vacío. Empezaba a asustarse así que decidió actuar.
¿Nos conocemos? ─ le preguntó.
─Oh, no quería molestarte. Es que… bueno, me da un poco de vergüenza. Escribo cuentos infantiles. Hoy estaba un poco atascado y al verte... ¿Quieres leerlo?
Ella dudó pero intrigada se sentó a su lado y tomó la libreta.
“No existen ninfas tristes. Es algo que todo el mundo sabe. Sin embargo ella lo es. Luna, tiene los ojos más tristes que nadie haya visto. Grandes, negros, contrastando con su piel blanca y sus labios sonrosados. Su pelo oscuro cae en rizos perfectos sobre sus redondeados hombros”
─¿Y se supone que soy yo? ─preguntó mostrando una tímida sonrisa.
Él asintió.
─¿Y qué le pasará? ¿Volverá a sonreír? ─insistió ella pasando coquetamente un mechón de pelo detrás de su oreja.
─No lo sé, aún no he descubierto el motivo de su tristeza. Supongo que sí, es una ninfa. Es demasiado hermosa para no permitir que sus ojos sonrían.
Ella intentó cambiar de tema.
─¿Y siempre escribes sobre hadas? ¿Has publicado algún libro? Yo antes escribía, cosas sin importancia, historias cortas…
─¿En serio? Si algún día me lo permites me encantaría leerlas. Me llamo Miguel.
─Elisa ─dice ella inclinándose para darle dos besos


A la hora de las brujas, dos cuerpos se revuelven entre las sábanas mientras unas hojas de papel garabateadas siembran el suelo entre la ropa dispersa. Elisa sale desnuda de la cama y se dirige al baño mientras el chico enciende un cigarrillo pensando: “Hay que ver qué cosas tiene uno que inventarse hoy para poder echar un polvo”. Y exhalando el humo espera a que la ninfa regrese a su lado y volver a hacerla sonreír.

MAÑANA, SI PUEDO, VOLVERÉ A SOÑAR

No
puedo
centrarme
en lo que dices.
Lo único que hago es
ver la mota de nata que
la última cucharada ha dejado
en tus labios. Y deseo pasar mi dedo
por ella y luego chuparlo y decirte, “qué dulce eres…”
Pero lo que hago es seguir mirándote ensimismado y soñar
que la retiro con mi lengua y tú abres la boca ligeramente y me atrapas.
De repente, es tu lengua la que ha descubierto el misterio de mis desvelos y

 rompiendo el mágico momento, la ha cobijado en el interior de la boca de mis deseos.

NADA QUE DECIR

Mordiendo la capucha del bolígrafo como cuando era estudiante, Sara se preguntó qué sería menos doloroso: el gas, las pastillas o las venas. La brisa mecía los árboles del jardín tras los cristales de su ventana y el paisaje invitaba a divagar.
¡Sara, despierta!. El jefe quiere verte  ─le gritó su compañera
El despacho era tan acogedor como el resto de las instalaciones. Todo diseñado para hacer agradable la jornada laboral.
… ─y por todo esto, la dirección ha decidido proponerte para formar parte del equipo directivo. Creemos que tu trabajo y tus últimas decisiones serán más útiles con nosotros que como coordinadora de un departamento ─le explicó el director durante una interminable perorata de diez minutos.
─Estaré encantada. Me gusta trabajar aquí y es una oportunidad única ─contestó ella sin creérselo del todo.

La música estaba algo alta y los dos Gin Tonics de la celebración comenzaban a hacer efecto.
─¡Qué tía!. Solo llevas tres años en la empresa y ya eres toda una jefaza. Esto hay que celebrarlo. Avisaré a los chicos y este finde nos hacemos una escapada a Ibiza ─dijo su mejor amiga pidiendo la tercera copa.
Aquella noche llegó a casa tan cansada que no le quedaron ganas ni de encender el ordenador y ponerse a chatear un rato con aquellos “otros amigos” a quienes ni conocía pero que de alguna manera habían llegado a formar parte de su vida. Ya se lo contaría al día siguiente.
Una vez en la cama se acordó de Mario así que se apoyó en un codo y con desgana le envió un whasapp. “Estoy muerta. ¿Nos vemos mañana? Puedes quedarte a dormir.”
Su nuevo puesto le iba como anillo al dedo. No sintió ni los nervios normales de un cambio tan radical. Y su despacho… Aquello sí que era un lujo. Música, un gran sofá donde descansar si lo necesitaba, minibar, televisión, baño propio… El teléfono interrumpió su inspección.
─Ya me lo ha contado tu hermano. Anda que me llamas, guapa. Las madres siempre somos las últimas en enterarnos de todo ─le recriminó su madre medio en broma.
─Pensaba llamarte ayer, pero llegue tarde a casa y… ─trató de disculparse.
─Ya, ya, lo de siempre. Bueno, no te llamaba solo por eso. Sabes que dentro de dos semanas es el día del padre. Tu hermano y yo hemos pensado ir a cenar a aquel restaurante tan bueno de la ciudad. Ah, y no te preocupes por el regalo, ya me encargo yo. Un beso cariño, y enhorabuena ─el clic tras la última palabra indicó a Sara que la conversación había terminado. Aquella mujer era un auténtico ciclón lleno de alegría y vitalidad.
Miró la agenda sobre su mesa colocada diligentemente en la hoja del jueves y anotó: “Comprar condones”. Sonrió pensando en qué diría el equipo directivo si viese su primera anotación.
Mario la esperaba ya en la puerta al terminar la jornada y en el camino a casa, mientras ella conducía, comenzó los preliminares que Sara adoraba y que le costó interrumpir al parar en la farmacia. No es que le gustase el chico especialmente pero había que reconocer que sabía hacer las cosas muy bien.

Al amanecer él se marchó y Sara se sentó a la mesa de la cocina desnuda y con el pelo enmarañado. Despejó todas las dudas cuando vació en su mano el frasco de somníferos y con una copa de su vino preferido los fue ingiriendo uno a uno, sin prisa. Después volvió a la cama que aún guardaba el calor y el aroma del sexo y se quedó dormida. Ni siquiera pensó en dejar una nota. Era ridículo. No había nada que explicar. Nada que decir. 

SERVICIO DE HABITACIONES

Salió del ascensor y caminó por el pasillo salpicado de puertas. El carrito parecía chirriar más que nunca aunque quizás solo fuesen sus nervios. Estaba tan ansioso… Al cruzarse con una pareja de mediana edad tuvo que obligarse a esconder sus ganas bajo la apariencia del camarero sombrío y desgarbado que era.
Ya frente a la 212 sacó la tarjeta y la pasó por la cerradura. Miró a ambos lados constatando que nadie le veía entrar y empujó el carro delante de él volviendo a cerrar. Olía a rosas. El sonido del agua en el baño le indicó que ella estaba dentro. No tenía mucho tiempo, a él le había visto bebiendo en el bar hacía solo unos minutos.
─¿Cariño? ¿Me ayudas a desabrochar los malditos botones? ─dijo ella mientras salía.
Todo sucedió muy deprisa. Sin darle tiempo a reaccionar la lanzó sobre la cama y de una bofetada la dejó demasiado conmocionada para gritar o resistirse. Cortar el organdí con el abre cartas fue lo más difícil pero a la vez lo más placentero. Sus uñas negras contrastaban con la blancura del tejido mientras las gotas de sudor que empapaba su cara se precipitaban contra el escote de la mujer. La tela al rasgarse produjo un sonido que aún le volvió más loco. Todos aquellos tules, capas y cancanes no consiguieron evitar que alcanzase su objetivo. ¿Quién podría resistirse a algo así?.
Salió de la habitación algo mareado y tan débil que tropezó varias veces. Escudriñó el pasillo y se dirigió a la salida de emergencia. Lástima que perdiese el trabajo aunque algo le decía que sucedería tarde o temprano. No encajaba entre tanta finura.

Salió a la luz y no pudo evitar sonreír al imaginar al novio llegar a la habitación y encontrarse abierto el regalo de bodas.

TARDE DE PASEO

¿Y siempre haces lo que dice tu madre? me pregunta provocándome mientras enciende un cigarrillo.
Desgraciadamente sí. Son demasiados años escuchando sus eternas letanías sobre los peligros de las motos. Yo me creía inmune a ellas pero obviamente han conseguido penetrarme hasta que mi conciencia ha quedado doblegada.
─Me muestro renuente a desobedecerla ─replico y me arrepiento de inmediato de mi rebuscado vocabulario. Él sonríe al darse cuenta y me echa el humo en la cara mientras se recuesta sobre la máquina despreocupadamente.
Una ligera brisa mece las  espigas a nuestro alrededor y empuja mis cabellos a acariciarme el rostro. Los aparto con una mano mientras me muerdo el labio inferior y aprovecho el gesto para observarle. Sus vaqueros ajustados, las gafas de sol, la mano que acaricia la piel del asiento… La mía se eriza al imaginar el contacto. Le veo mirarse de reojo en el espejo de la izquierda sintiéndose poderoso.
─Pero no has tenido miedo mientras te traía hasta aquí, ¿verdad? ─vuelve a preguntarme inclinándose hacia mí. ─¿Lo tienes ahora?
Las pupilas titilan en mis brillantes ojos mientras intento adivinar los suyos tras los cristales oscuros. Su mano se desliza por mi cintura y sin apenas darme cuenta me estrello en sus labios que dejan a mi conciencia desarmada.

Las espigas han dejado de agitarse bajo nuestros cuerpos. Miro mi reflejo en la plateada carcasa de la moto y pienso en lo equivocada que estaba mi madre. Las motos no son peligrosas, los motoristas sí. Y justo en ese punto, concluyo y decido lo que quiero ser de mayor.

SILENCIO

Es hora de marcharse pero mi jefe continúa en su despacho y desde aquí se le oye discutir a grandes voces. Aunque cualquiera que le escuchase pensaría que es horrible, a mí me cae bien. Me trata con respeto y nos entendemos.

- Beatriz, ¿puedes pasar un momento?

Ya había apagado mi ordenador pero si necesita algo me tocará volverlo a encender. Me siento frente a su mesa y comienza a pedirme cosas que yo anoto en mi libreta.

- No hace falta que lo hagas ahora, que te conozco. Estoy tan furioso. Siento los gritos, a veces la gente me exaspera. Ojalá todo el mundo fuese como tú. Nunca te he oído dar una voz ni protestar por nada.

Asiento con una sonrisa.

- Me gusta el silencio – digo

- Sí, lo sé, te observo trabajar en tu mesa siempre callada mientras tus compañeros andan a voces y con esas risas escandalosas. Por eso me gustas. Anda, vete ya a casa, yo me quedaré un rato más a ver si consigo terminar esto.

- Puedo quedarme a ayudarle si quiere – le digo. Si tuviese algo que me esperase en casa… pero sólo me espera más silencio.

El hombre se levanta de su sillón y se dirige a mí. Poniéndome la mano en el hombro me lo agradece pero me manda a casa. Nota mi rigidez al tocarme e inmediatamente se aparta.

- Vete a casa Beatriz, es tarde. Yo no tardaré en irme. Vete y descansa.

Me levanto y me marcho. Recojo mis cosas y salgo de la oficina. Las calles están casi desiertas. Hace un frío terrible y empieza a caer una fina lluvia que casi sin notarlo me cala por completo.

Cuando llego a casa estoy tiritando. Me quito la ropa empapada y delante del espejo me doy cuenta de lo delgadísima que estoy. Se pueden ver mis costillas a través de la piel, los huesos de mis caderas y mis prominentes clavículas. Rozo con los dedos la que fue soldada hace años. Siempre que llueve me duele y me devuelve a entonces.

- Sentaros a la mesa en silencio, vuestro padre está a punto de llegar. Ya sabéis que no le gustan las voces – dice nuestra madre corriendo por toda la cocina como una ratita asustada. Detesto su sumisión y me prometo a mí misma que nunca permitiré que nadie me someta.

Mis hermanos pequeños continúan dándose patadas por debajo de la mesa y riéndose. De repente oímos abrirse la puerta y todos enmudecemos. Observo a mi madre temblar de pies a cabeza. Es siempre lo mismo, día tras día, año tras año desde que tengo uso de razón. Aunque ese año es diferente. Es el año de mi catorce cumpleaños y mi padre en uno de sus intentos por golpear a mi madre se encuentra con el obstáculo de mi persona.
Así es como acabo con la clavícula rota. También es el año en el que mi padre descubre que hay algo que le gusta aún más que golpear a mi madre. Y es el año en el que me marcho de casa.

- Beatriz, me gusta usted porque siempre está en silencio – me había dicho mi jefe.

Yo me odio por eso, por permanecer en silencio frente a todo lo que me hace daño, por no ser capaz de gritar lo que siento, por aguantar, esperar que suceda un milagro que no sucederá y por callar lo que los demás nunca callan. A veces uno puede ser también, esclavo de sus silencios.

EL ABUSO

El tipo entró en el bar completamente abatido. No pudo escuchar la música de la máquina que a la espera de que alguien introdujese una moneda siguió inundando la sala con Sweet Home Alabama. Tampoco le importó la nube de humo que le envolvió apestándole de pies a cabeza. Ni los empujones que recibió antes de llegar a la barra.

“Todo, lo he perdido todo. No puedo volver a casa, sin trabajo, sin dinero. Estoy acabado”
- Un vodka solo, por favor – pidió al camarero que con cara de pocos amigos sacó la botella y se lo sirvió.

“Otro desgraciado que intenta ahogar sus penas con un trago. No sabe que cuando pase la resaca los problemas seguirán estando ahí pero acompañados de un terrible dolor de cabeza. ¿Por qué no estudiaría yo? No tendría que estar aquí soportando a todos estos tipos.”
- ¡Chico, limpia esas mesas! ¿Es que tengo que decírtelo todo? – gritó dirigiéndose a un muchacho que con bayeta en mano empezó a recoger los vasos de las mesas.

“Pesado. Si no fuese porque no encuentro un trabajo mejor me iba de este antro cagando leches. Lo único bueno de este lugar son las tías que hay por aquí. Mira que están buenas. La pena es que yo no tenga un pavo para gastarlo en ellas”
- Ya voy, ya voy, siempre gritando. ¡Guapa!, ¿te traigo algo de beber? – preguntó dirigiéndose a una de ellas.

“Pobre chiquillo, tendrá suerte si sale con vida de este lugar. Hay cosas que nunca se deberían ver, y menos a su edad”
- Claro chaval, ¿me sirves un Martini seco? Eres muy joven para trabajar en esto. Más te valdría volver al colegio – le contestó una rubia con más maquillaje que ropa poniéndole una mano en la nuca e introduciendo sus largos dedos entre los cabellos del chico. Al éste se le erizó el vello del cogote y pensó que su primer sueldo ya sabía en qué lo iba a gastar. Miró al fondo del garito y vió al afortunado que se iba a llevar a la chica esa noche.

“Ojalá pudiese estar con ella siempre. La sacaría de aquí, le daría un hogar seguro donde nadie volviese a tocarla nunca más” pensó el viejo al que el chico miraba sentado en un rincón mientras la mujer llegaba a su mesa contoneándose provocadoramente.
- Hoy estás preciosa – le dijo apartándose y dejando un sitio junto a él para que ella se sentase. En seguida comenzó a manosear su cuerpo y a besar su cuello mientras de reojo observaba cómo un borracho les vigilaba apoyado en la mesa de billar.

“Que me la deje a mí y se vaya a comer sopitas ese abuelo. Si no estuviese tan borracho iba a ver lo que era bueno”
- Mariscal, deja un poco para los demás, no seas abusón que te la vas a comer entera – le gritó el hombre recibiendo al instante un codazo del que estaba a su lado, aún más borracho que él si es que eso era posible.

“Si tuvieras el dinero del viejo no estarías ahí muriéndote de envidia”
- Cállate Rufo, tú ya tienes bastante con tu botella – le dijo provocándole con un nuevo empujón.

En ese instante ambos se enzarzaron en una pelea destrozando mesas y tirando botellas y vasos a su alrededor.

“Mierda, esos dos me van a aguar la fiesta” – pensó el viejo.
“Buff, un descanso, este hombre me va a asfixiar” – pensó la chica apartándose un instante de él.
“Estupendo, un poco de marcha, a ver si esto se anima” – pensó el chico yéndose hacia un rincón para no llevarse ningún golpe.
“Lo que me faltaba, hoy toca pelea entre borrachos” – pensó el camarero resoplando.

El tipo apoyado en la barra, sin embargo, seguía bebiendo ajeno a lo que le rodea. A su espalda los dos tipos continuaban golpeándose sin que nadie se atreviese a hacer nada, hasta que de repente uno de ellos sacó una navaja de su bolsillo. Todo el mundo se apartó al verlo y cuando el borracho, con el arma en la mano, se lanzó sobre su oponente, éste de un salto se apartó y el puñal se clavó en el costado del tipo de la barra que en un segundo cayó al suelo formando un charco de sangre a su alrededor.

“Vaya, pues me equivocaba. Este ya no tendrá sus problemas después de la resaca” – pensó el camarero llamando resignado a la policía.

AULLANDO A LA LUNA

Acababa de soñar de nuevo con ella y una noche más despertó empapado en sudor, temblando como un niño, con el sabor de su sangre en su boca. Pasó la lengua por sus labios pero sólo sintió el salado de su propia piel. No podía seguir así. Vivía hechizado por sus ojos de almendra, su cabello de brisa marina y su piel de marfil. Cuando pensaba en ella todo su cuerpo se estremecía y no imaginaba, como los jóvenes enamorados, en una cita bajo las estrellas, ni en tomar sus manos, ni en besarla sin fin. No, él la estrechaba entre sus brazos, le arrancaba la ropa y clavaba sus dientes en aquella piel blanca que sangraba con facilidad. Entonces podía escuchar sus gritos pidiendo clemencia, una clemencia que sólo la negra noche escuchaba y que él no atendía. Sin oír a sus súplicas devoraba sus besos, aspiraba su aliento y se embriagaba con el aroma que cada poro de su cuerpo emanaba volviéndole loco.
Sentado en el alféizar de la ventana esperó a que sus ojos se acostumbrasen a la oscuridad que invadía el cuarto y al cabo de unos segundos, al fin, distinguió su figura enredada entre las blancas sábanas, casi confundiéndose con ellas. Casi, porque podía distinguir con absoluta claridad cada curva, cada sombra, cada leve movimiento de su pecho al compás de su respiración. Cerró los ojos y aspiró el aire como un animal salvaje en busca de su presa.
No tuvo tiempo de abrirlos cuando se sintió sorprendido por ella que en un salto apenas perceptible le derribó sobre el suelo poniéndose sobre él. Quiso gritar pero la boca de la mujer se lo impidió. Sintió que le mordía los labios, la lengua, sintió que su ropa era arrancada con furia y que su cuerpo rebotaba sobre suelo sacudido por cada ataque de la mujer. La sangre comenzó a manar por la comisura de sus labios y sintió unas uñas clavarse en su torso. Aulló de dolor y de rabia. ¡No, así no debía ser, así no debía ser!
Trató de resistirse pero su cuerpo parecía dominado no ya por una fuerza descomunal sino por un poder superior a la fortaleza que atrapaba todos sus deseos, todos sus instintos, impidiéndole ser consciente de sus propios actos.
La mujer abandonó su boca para partir a la conquista de su pecho. Ya ni siquiera podía gritar, apenas gemir y débilmente agitarse entre sus brazos. Sintió sus dientes por todo el cuerpo, la sangre derramándose sobre el suelo frío que le acogía. Poco a poco fue sintiendo que las fuerzas le abandonaban y pensó si aquello no sería un sueño, como tantos otros anteriores. Imaginó que despertaría sólo, en su cama, ansiándola a ella a su lado. Abrió los ojos desmesuradamente y se perdió en los de ella, en su boca rojiza y en su extraña sonrisa. La mujer sacó la lengua y la pasó por sus labios empapándolos del líquido rojo. Fue lo último que él vio antes de expirar.
La esbelta silueta, desnuda y bañado su cuerpo por la luz de la luna se incorporó jadeante mirando el cuerpo a sus pies. Después puso su mano derecha sobre el pecho del hombre e introduciendo sus dedos en la piel avanzó implacable hasta el corazón para arrancarlo segundos después. Lo devoró allí mismo, sobre el hombre, chorreando la propia sangre sobre él.
- Yo sólo quiero un poco de amor. ¿Por qué todos os empeñáis en que os devore? – murmuró arrojando los restos sobre él.
Después se asomó a la ventana y aulló a la luna, único testigo de su deseo insaciable de amar.

PIENSO QUE PENSÉ

Camino por la calle mientras pienso que esto ya lo he vivido, ya he caminado por calles y ya he pensado antes que ya lo había vivido. Recojo mis pasos y los guardo a la vista de los transeúntes que me vigilan sin verme. Me conocen y saben que soy una desconocida así que giran la cara y miran a la pared para no encontrarse con mis ojos. Yo los encuentro. Encuentro sus ojos de cristales de colores que giran y giran sin detenerse en nada durante más de un segundo. No es necesario, no es preciso detenerse para ver, porque los que te ven son los que te miran, y si no, no hay nada que ver.

En mi casa es más de lo mismo, más de nada, más de todo. Muebles que crujen imitando sonidos de las personas que los tocaron alguna vez. Pero están vacíos, por eso crujen, porque se les encoje el estómago al saber que no volverán a ser tocados y gimen implorando una caricia que arranque de ellos el polvo que los oculta. No quieren ser tocados, ni limpiados, ni mirados. Ya no. Mejor prender una cerilla cuya llama consuma todo, presente y pasado, pasado y futuro. Todo consumido por llamas que eleven sus quejidos al cielo que las contempla y no reciban respuesta.

Abro una ventana y dejo que entre el sol e ilumine la oscuridad. Vivir en la oscuridad y morir en la luz. No hay un camino cierto, todo son pisadas, unas detrás de otras, unas encima de otras. Imitamos, copiamos, caminamos. Si cierro los ojos sigo sintiendo su calor, sé que está ahí aunque no lo vea. No quiero abrirlos para no equivocarme, prefiero seguir creyendo que está ahí a pensar que va a desaparecer. Todo desaparece, nada permanece para siempre. Todo se muda, se aleja, se muere.

Me dejo caer en la cama y las sábanas abrazan mi cuerpo ya marchito. Comenzó a marchitarse un día en que se le pudrieron las entrañas. No hay manera ya de rescatarlo del abismo. Cada día cae un poco más y nadie sabe cuando tocará el fondo o si ya lo tocó y simplemente reposa en un lecho de podredumbre y miseria. Las paredes se acercan a la cama con cien ojos, bocas, brazos y piernas. Quieren devorar lo que queda de mí, el esqueleto de lo que una vez un cuerpo, un ser.

Me encojo aún más, con los huesos clavándose en mi carne, aprieto con más fuerza los ojos para no ver dentro de mí siquiera, para no pensar que una vez más, esto ya lo he vivido, que ya antes de hoy, un día cualquiera, pensé que pensaba, que esto, ya lo había vivido. Y desaparezco.

MUERTE ENTRE LAS FLORES

La trémula noche escapaba entre los recovecos del lejano bosque mientras un tímido sol de noviembre apenas se atrevía a colarse por la espesa arboleda de las montañas. Una ligera escarcha cubría los campos de un manto blanquecino y luminiscente al que poco a poco irían ganando terreno las pocas flores que quedaban ya víctimas del inminente frío invernal.

Las calles aún desiertas amanecían envueltas por la ligera neblina de las chimeneas recién encendidas de una ciudad perdida en mitad de ninguna parte y demasiado pequeña como para no conservar todavía el olor al antiguo pueblo que un día fue.

En mitad de aquella desangelada mañana en la que ni los perros callejeros salían de sus escondites, un hombre caminaba cabizbajo. Su rostro de nariz aguileña, ojos pequeños y labios apretados permanecía prácticamente oculto por un sombrero oscuro calado hasta las cejas, espesas y ceñudas. Un abrigo negro le cubría desde los anchos hombros encorvados hasta los pies. Diríase que huía ya que cada cierto tiempo su cabeza giraba levemente por encima de su hombro derecho como si sospechase que le seguían. De repente en una encrucijada de dos calles cualesquiera se detuvo indeciso. ¿Debía continuar hacia delante, darse la vuelta, girar a la derecha o girar a la izquierda? Pareció dudar unos segundos pero finalmente cruzó la calle y entró directamente en una sucia taberna que a juzgar por lo desierta que se hallaba, acababa de abrir.

- ¿Qué le sirvo? – preguntó el camarero muy amablemente para las intempestivas horas que eran.

- Whisky. Doble. Sin hielo – dijo el hombre sentándose en una mesa del rincón más apartado.

Mientras esperaba la copa sacó un paquete de cigarrillos de un bolsillo. Al hacerlo, junto la cajetilla cayeron unos cuantos pétalos al suelo. Con manos temblorosas encendió uno y dio una larga calada. El resplandor del pitillo iluminó durante unos segundos su rostro, aún oculto bajo su sombrero. Después de fumar se sintió mejor. Miró por la ventana y trató de encontrar algo dentro de él. Quizás un poco de miedo, tristeza o remordimiento. Pero no halló nada. El temblor que le invadía era frío, sólo eso, un frío inmenso que le devoraba de fuera a dentro y que sólo unas copas, con un poco de suerte, conseguirían atenuar.

“Despertar a tu lado cada mañana es lo único que me permite continuar respirando“. Seguía escuchando sus palabras, como un eco recurrente que le martilleaba el cerebro una y otra vez. No volvería a escucharlas, al menos no lo haría fuera de su cabeza. Y eso probablemente el alcohol también lo aliviaría. Mientras tragaba el líquido y sentía cómo le ardía el estómago cerró los ojos y la imagen volvió a aparecerse frente a él nítida y perenne. Se miró las manos. Aquellas grandes manos que a ella tanto le gustaban, que tantas veces habían recorrido su cuerpo. Esa noche lo habían hecho por última vez. Pero esa vez ella no había reído por sus cosquillas ni gemido de placer. Sus manos habían ido ascendiendo hasta su cuello y allí se habían detenido.

- Este era tu lugar preferido. ¿Ya no lo recuerdas? Desnudos entre las flores decías – le susurró él mientras posaba su cuerpo sobre el de ella y sus manos sobre su cuello, acariciando, masajeando, apretando, destrozando. Cuando ella dejó de temblar y agitarse el hombre sintió un extraño e inesperado placer.
Cogió otro vaso y se dio cuenta de que aún le temblaban las manos. ¿Por qué? Había hecho lo que debía. Si no era suyo no podía serlo de nadie. Volvió a beber y la cabeza se le fue despejando cada vez más.

A media mañana, cuando la vida comenzaba a invadir la ciudad y los extraños pasaban a su lado, ignorantes de que compartían el aire que respiraban con un asesino, el hombre cabizbajo siguió su camino sin pena, sin culpa y sin castigo.

LA MADRINA

Alguien recogió mi cuerpo y con innecesario cuidado lo depositó en la arena. Después de unos segundos en que le resultó imposible apartar la vista de él retiró los mojados cabellos de mi rostro y cerró mis ojos. Por último, lo cubrió con un abrigo y llamó a la policía.

(…)

- Esta niña será un caos – sentenció mi madrina el día que nací.

Y con esa sencilla frase mi madre la expulsó de mi casa y de mi vida. Todo el mundo pensaba que la tía Clara estaba un poco loca y aunque sus extravagancias eran soportadas con paciencia y cierta sorna mi madre no iba a consentir que tuviese ninguna influencia en mi vida.

Del primer colegio me expulsaron por subirme a uno de los árboles del patio y tirar toda mi ropa desde allí en protesta por el maltrato a las ranas del laboratorio. Tenía ocho años y mi madre se presentó de inmediato, me agarró de la coleta y me metió en un internado donde según ella “me enderezarían”.

Lo hicieron. En cuatro años pegué el estirón y mi cuerpo empezó a perturbar la paz de los alumnos. Las noches de luna llena escapaba por una ventana y me iba a la playa donde abandonaba mi ropa en la arena (siempre me ha estorbado la ropa) y me zambullía entre las olas que bajo la blanca luz nocturna resplandecían envolviendo mi cuerpo y uniéndolo al mar.

Era un internado bastante caro de modo que pasase lo que pasase los alumnos eran retenidos en él hasta lo insoportable. Al director dejó de importarle que yo desapareciese durante días porque siempre volvía tranquila y continuaba estudiando como si no hubiese pasado nada.

Esos días yo subía a las cuevas del acantilado con una bolsa de manzanas como único equipaje y me sentaba en las rocas. Dejaba que el viento alborotase mi pelo mientras escribía sinsentidos en servilletas de papel que amontaba a un lado y veía como se elevaban una a una, sopladas por la brisa marina y arrastradas hasta el mar. Deseaba ser una de ellas. No me sentía parte de nada. Ni mis compañeros, ni los estudios ni mi familia me interesaban lo suficiente como para pertenecer a ellos.

Un día paseando por el mercado del pueblo cerca del que estaba el internado me fijé en una extraña mujer. Caminaba entre los puestos y entre la gente pero no era parte de ellos. Ella también me vio y sonrió. Supe de inmediato quien era y por primera vez en mi vida, me sentí parte de algo.

- Lástima que nos encontramos para despedirnos – dijo sencillamente abrazándome como nadie antes lo había hecho.

Y seguí siendo un caos. Continué deshojando margaritas, exaltando espíritus adolescentes, confundiendo a profesores y perdiéndome entre las olas.

Una noche en que el mar prometía devorar todo lo que se le acercase. Mi ropa se elevó por encima de mi cabeza antes de que la depositase en la arena. Mis pies caminaron hasta la orilla y el agua los lamió ansiosa. Esa noche olvidé salir de su seno para llegar a tiempo a la primera clase y el amanecer me sorprendió abrazada a la muerte.

Mi madrina fue testigo de mi funeral desde lo alto de las rocas. Mi madre siempre le hizo responsable aunque ni siquiera supo que nos habíamos conocido. Puede que ese fuese su error, no permitir que quien mejor me conocía, me guiase. O quizás las cosas que tienen que suceder, simplemente, suceden.

LA CARTA

“Dicen que cuando vas a morir lo sientes. Yo saqué mi última carta y en ese instante supe, que iba a morir.” Todo había comenzado hacía apenas dos días. Los últimos dos días de mi vida.


Los comienzos en aquella tierra salvaje y extraña no habían sido fáciles. Pero todos los que habíamos llegado hasta allí atravesando el desierto, sin apenas dormir ni comer y con el peligro constante de ser atacados por los indios parecíamos unidos de una manera especial. Todos disponíamos de un pedazo de tierra que levantar con nuestras propias manos y la esperanza nos impulsaba a luchar contra cualquier peligro.

- Estoy embarazada – dijo Sylvia con lágrimas en los ojos.

Me resultó difícil reaccionar ante semejante noticia. Por supuesto que deseaba tener un hijo pero ¿justo en aquel momento? No teníamos nada salvo nuestras manos y nuestra juventud para salir adelante. Sylvia había sido muy valiente al dejarlo todo atrás y partir conmigo hacia aquella aventura y yo me había prometido a mí mismo que le haría feliz, que le construiría un futuro.

- Todo saldrá bien, no te preocupes. Tendremos un hijo sano que se criará en una tierra fértil – le dije tratando de creer mis propias palabras.

Y comencé a trabajar duro por ellos dos. Muchas veces ni me acostaba y el amanecer llegaba trabajando en aquella casa que sería nuestro hogar. En la ciudad que poco a poco se iba levantando a unos kilómetros de nuestra tierra me prestaba para cualquier trabajo que pudiese aportarme unos dólares y veía con esperanza cómo nuestra cuenta en el improvisado banco iba aumentando poco a poco.

- Estoy gorda – me había dicho Sylvia aquella noche cuando al fin me acosté agotado a su lado.

- Estás preciosa – le dije yo besándola.

Su avanzado embarazo no le impedía trabajar duramente en el campo y en la casa. Era una mujer extraordinaria y yo me sentía un hombre afortunado. No importaba que en aquel momento me doliesen todos los músculos del cuerpo, la tenía a mi lado y cualquier esfuerzo merecía la pena.



- Muchacho, has cometido un terrible error – anunció el vaquero medio borracho que se hallaba sentado frente a mí y cuyos dedos rozaban ligeramente el revólver de su costado.

Ni siquiera parpadeé. Le miré a los ojos retándole a hacer lo que sin duda el hombre pensaba y con una única frase me sentencié.

- ¿Me estás llamando tramposo? – le pregunté.

La bala cruzó los dos metros que nos separaban tan deprisa que no tuve tiempo de pensar en nada. Cerré los ojos y dejé que se incrustase en mi pecho. En la boca saboreé el último trago de whisky que me había dado el valor necesario para ir en busca de la muerte y me desplomé sobre la mesa y los naipes.

- Nadie le hace trampas al gran Joe – gritó el bravucón saliendo de la cantina.

- Sacad ese cuerpo de aquí – bramó el barman irritado.

Entre varios hombres me arrastraron fuera.

- Pobre muchacho, llevaba tiempo buscándose esto – dijo uno de ellos.

- Sí, desde hace dos días es como si ya estuviese muerto. Lo que le ocurrió fue horrible. Llegó a su granja y los indios habían matado a su mujer salvajemente.

- Horrible, sí. Dicen que estaba embarazada

Dejaron mi cuerpo en la improvisada sala en la que otras pobres víctimas de aquella tierra yacían a la espera de ser sepultados y se marcharon. Sylvia, sólo dos mesas más allá se encontraba cubierta por una sábana. Su cuerpo destrozado dibujaba el perfil de un embarazo que ya no se produciría. Ambos habíamos jugado nuestra última carta y habíamos perdido.

NO ESPERO

Puede que no valga la pena esperar.
El corazón angustiado por la falta de esperanza
se muere un poco cada día.
Puede que simplemente vivir, y respirar
sea suficiente.
Lejos de esperar miradas,
me alimento de la paz
del silencio que duele.
Se pierden palabras,
se ganan soledades.
Nunca me ha gustado depender de los besos.
Si no vuelves lo entiendo,
pero yo ya no espero 

QUÉ QUIERES

¿Qué quieres de mí?
Me atraes y me arrojas,
me hablas me ignoras.

¿Qué quieres de mí?
Mis palabras buscas
tus silencios pesan.

¿Qué quieres de mí?
En la noche oscura
mi alma te anhela.

Dime ya qué es lo que quieres,
que me abandone o que luche,
que te siga o me detenga.

Porque si no hallo respuesta
dejaré de hacer preguntas.

MI PUERTO

Tu eres mi puerto seguro,
hacia ti navego errante.
No importa si pierdo el rumbo,
tú me guías vigilante.

Vago por mares profundos,
las estrellas me iluminan,
y mis versos moribundos
dejan estelas de espuma.

Ya no busco faros viejos
ni me asustan otros barcos.
tu luz mi único deseo,
la luna, el viento y mis manos

LUNA LLENA

Otra luna llena que
el cielo nos regala.
Y aunque sea enorme y me mire a los ojos
la luna no es bella.
Sin ti a mi lado,
sin tus labios en mi cuello
¿qué importan mareas,
tormentas o cielos?

Esta luna llena
que viene en silencio
cargada de sueños,
soledad y miedo.
Sé que tú la observas
bajo otro cielo
y quizás tus labios
besan otro cuello.

Cuando salga el sol
todo habrá pasado.
La luna, el silencio,
mi cuello y tus labios.
Y la luz del día
alejará el llanto
de las noches de luna
en que al cielo canto.